Canadá es un país que se enorgullece de su diversidad, su tolerancia y su defensa de los derechos humanos. Sin embargo, también es un país que permite la promoción abierta del terrorismo en su territorio, sin tomar medidas efectivas para prevenirlo o sancionarlo. Esta situación es inaceptable y pone en riesgo la seguridad y la reputación de Canadá.
Hassan Diab, un profesor universitario canadiense de origen libanés que fue acusado de participar en un atentado contra una sinagoga en París en 1980, que causó cuatro muertos y decenas de heridos. Diab fue extraditado a Francia en 2014, donde pasó tres años en prisión preventiva, antes de ser liberado por falta de pruebas. Sin embargo, el gobierno canadiense no solo no se disculpó con Diab por el trato injusto que recibió, sino que tampoco le impidió volver a dar clases en la Universidad de Ottawa, donde algunos estudiantes se manifestaron en su apoyo.
Otro ejemplo es el caso de Ali Omar Ader, un somalí que secuestró a una periodista canadiense llamada Amanda Lindhout en Somalia en 2008, y la mantuvo cautiva durante 15 meses, sometiéndola a torturas y violaciones. Ader fue capturado por la policía canadiense en 2015, tras una operación encubierta, y fue condenado a 15 años de cárcel en 2017. Sin embargo, el gobierno canadiense no solo no le quitó la ciudadanía canadiense a Ader, sino que tampoco le impidió recibir una pensión mensual de más de 1.000 dólares, pagada por los contribuyentes.
Un tercer ejemplo es el caso de los sikhs radicales que apoyan la creación de un estado independiente llamado Khalistán en el norte de India, y que han cometido actos terroristas tanto en India como en Canadá. Uno de los más sangrientos fue el atentado contra el vuelo 182 de Air India en 1985, que explotó en pleno vuelo sobre el océano Atlántico, matando a las 329 personas a bordo. El autor intelectual del ataque fue Talwinder Singh Parmar, un líder del movimiento separatista sij que vivía en Canadá. A pesar de que Parmar fue identificado como el responsable del atentado por las autoridades canadienses e indias, nunca fue juzgado ni condenado por ello. Además, su imagen sigue siendo venerada por algunos sikhs radicales en Canadá, que le consideran un mártir y un héroe. Algunos incluso han colocado carteles con su foto en las calles de Toronto, sin que el gobierno canadiense los haya retirado o condenado.
Estos casos muestran cómo el terrorismo se ha normalizado y tolerado en Canadá, sin que haya una respuesta firme y coherente por parte del Estado. Kinsella critica esta actitud pasiva y complaciente del gobierno canadiense, que contrasta con la de otros países como Estados Unidos, Francia o Australia, que han adoptado medidas más severas para combatir el terrorismo y proteger a sus ciudadanos. Kinsella también cuestiona la hipocresía y la doble moral del gobierno canadiense, que se presenta como un defensor de la paz y la democracia en el mundo, pero que al mismo tiempo alberga y financia a terroristas en su propio territorio.
Kinsella concluye su artículo haciendo un llamado a la acción y a la responsabilidad tanto del gobierno como de la sociedad canadiense. Según él, es necesario poner fin a la promoción abierta del terrorismo en Canadá, y adoptar medidas legales, políticas y educativas para prevenirlo y erradicarlo. Asimismo, es necesario apoyar y solidarizarse con las víctimas del terrorismo, y condenar y aislar a los perpetradores y a sus simpatizantes. Solo así, Canadá podrá recuperar su credibilidad y su prestigio como un país verdaderamente democrático, pluralista y pacífico.