
THE LATIN VOX (22 de septiembre de 2025).- Por Francisco Javier Valdiviezo Cruz.
En un país que se enorgullece de tener la Primera Enmienda como piedra angular de su democracia, las palabras de Donald Trump en el reciente funeral público del activista derechista Charlie Kirk marcaron un punto de inflexión inquietante.
Tras citar un mensaje de perdón del fallecido, Trump improvisó: “Ahí es donde no estuve de acuerdo con Charlie. Yo odio a mis oponentes, y no quiero lo mejor para ellos”. La frase, brutal en su franqueza, reveló algo más que arrogancia: dibujó con nitidez la lógica política de un presidente que confunde discrepancia con traición.
El discurso convertido en arma
Trump no busca criminalizar el discurso de odio, sino el discurso que él odia. Esa distinción lo cambia todo. La libertad de expresión deja de ser un principio universal para convertirse en un privilegio selectivo.
Bajo este esquema, la sátira puede ser presentada como propaganda enemiga, la crítica como terrorismo, y hasta un simple comentario en redes sociales puede acarrear represalias laborales.
El resultado previsible es un clima de autocensura y vigilancia, donde la ciudadanía aprende que callar es más seguro que opinar.
La verdad como opción
La filósofa Hannah Arendt advirtió del peligro existencial de borrar la frontera entre verdad y mentira: cuando la verdad se vuelve opcional, la política se degrada a manipulación.
En la “Trumplandia”, las falsedades sobre medicamentos y salud pública no se miden por su impacto en madres o familias, sino por su utilidad para movilizar a las bases contra el “establishment científico”. La verdad, en ese cálculo, es secundaria frente a la rentabilidad política del enfrentamiento.
Dos frentes de asalto
El ataque de Trump contra el orden democrático es doble. Por un lado, arma el discurso mediante medios partidistas, redes de influencers y sistemas de acoso en línea que erosionan las condiciones del debate abierto.
Por otro, arma el poder del Estado, presionando a plataformas digitales, amenazando licencias de transmisión y reordenando el ecosistema informativo. La cesión de TikTok a magnates afines es solo un síntoma mórbido de esta deriva.
El modelo estadounidense bajo presión
Desde 1969, la jurisprudencia de la Corte Suprema protege incluso discursos provocadores, siempre que no inciten de forma inminente a la violencia. Ese marco convirtió a Estados Unidos en un “excepcionalismo” en materia de libertad de expresión, en contraste con otras democracias que aceptan límites más amplios para proteger a minorías, preservar el orden público y prevenir el acoso.
Trump ha invertido ese modelo: no fomenta intercambios robustos bajo reglas neutrales, sino que premia a sus aliados y degrada las condiciones del debate honesto. En un ecosistema saturado de desinformación viral, la tentación de usar al Estado para “restaurar el orden” se vuelve más fácil de justificar. Y así, la emergencia se convierte en sistema.
¿Cómo responder?
La salida no está ni en la censura total ni en la anarquía comunicativa. Se requiere un andamiaje democrático resistente: plataformas digitales responsables por los daños de la información que difunden, reglas claras para sancionar conductas dañinas, y un compromiso con la expresión libre como base del autogobierno.
Lo que está en juego es simple y devastador: cuando el poder aprende a odiar a sus opositores, la democracia comienza a morir.
Crédito fotográfico: NBC News