THE LATIN VOX (9 de enero del 2025).- Por Francisco Javier Valdiviezo Cruz.
A pesar de la creciente ola de nacionalismo que sacude las bases políticas de Europa, el 2025 comenzó con un pequeño resquicio de la antigua magia del proyecto europeo: la expansión de la zona Schengen.
El 1 de enero, Rumanía y Bulgaria se convirtieron oficialmente en miembros de pleno derecho de este espacio sin fronteras internas, lo que refuerza el principio de libre circulación que ha caracterizado a la Unión Europea desde sus inicios.
En un contexto de desafíos económicos y políticos que se avecinan, esta ampliación es un recordatorio de que la UE no solo está aquí para reaccionar ante crisis, sino para avanzar en su proceso de integración.
La importancia de la zona Schengen va más allá de su función logística; simboliza un cambio de mentalidad. Como señaló Jean Monnet, uno de los padres fundadores de la UE, el proceso de «hacer europeos» se materializa a través de dos iniciativas clave: el programa Erasmus y el acuerdo Schengen.
Mientras que Erasmus abrió las puertas de Europa para millones de jóvenes, Schengen eliminó las fronteras físicas entre la mayoría de los países del bloque, facilitando no solo el desplazamiento, sino también la construcción de una identidad común.
Para quienes experimentan la libertad de circulación en Europa, el paso por fronteras que desaparecen sin dejar huella es tan natural como el respirar. Recuerdo la primera vez que atravesé el puente que conecta Estrasburgo, en Francia, con Kehl, en Alemania.
Era fascinante ver cómo las personas que vivían en una ciudad cruzaban una frontera sin darse cuenta, simplemente para hacer sus compras en supermercados más baratos. Europa parecía un solo espacio cohesionado, donde las fronteras ya no tenían el peso histórico que una vez tuvieron.
Sin embargo, la introducción de controles de identidad dentro del espacio Schengen, como sucedió recientemente en algunos países tras los atentados de París en 2015, pone de manifiesto lo frágil que es esta construcción mental.
La reinstauración de los controles fronterizos, aunque justificada por razones de seguridad, actúa como un recordatorio incómodo de que, cuando aparecen las fronteras, las líneas políticas vuelven a estar presentes en nuestras mentes.
Las diferencias entre países, aunque quizás geográficas, se vuelven a resaltar. ¿De qué manera no tener que mostrar un pasaporte había contribuido a un sentido de unidad? Y ahora, ¿qué sucede cuando, por la reimposición de estas fronteras, se crea una fisura en esa unidad?
Esta reversión de los avances de Schengen, aunque comprendida como una medida para proteger a los ciudadanos, está creando una amenaza a largo plazo. La amenaza no es solo concreta, como detener el crimen o prevenir el terrorismo, sino más profunda: el peligro de deshacer el trabajo mental y social que ha costado tanto tiempo construir.
Reimponer las fronteras en Europa, aunque sea temporalmente, puede ser una amenaza para la política pública europea, la misma que ha fomentado la cooperación, la integración y la cohesión a través de décadas.
El dilema reside en que, al tratar de proteger nuestras sociedades con controles fronterizos, estamos corriendo el riesgo de fragmentarlas más aún. Lo que alguna vez fue un logro colectivo, como el espacio Schengen, está siendo erosionado por fuerzas políticas internas que priorizan la seguridad en detrimento de la solidaridad europea. Al reintroducir las fronteras, no solo estamos separando físicamente los países, sino también debilitando el concepto mismo de una Europa unida.
Tal como planteó un artículo en el diario inglés The Guardian el año pasado, es crucial que nos preguntemos cómo sería Europa sin el espacio Schengen. La reflexión no es solo teórica; es práctica. ¿Cuánto esfuerzo costaría hoy día crear algo tan especial como Schengen si nunca hubiera existido? La respuesta a esa pregunta es, probablemente, mucho más difícil de lo que creemos.
Europa no debe permitir que sus fronteras vuelvan a ser instrumentos divisivos que refuercen el nacionalismo en su propio seno. Si realmente valoramos el progreso logrado en las últimas décadas, debemos proteger lo que queda de este espacio libre de barreras, que es más que una mera cuestión logística: es una forma de pensar, de vivir juntos, de entendernos como una única comunidad.
La expansión de Schengen con la entrada de Rumanía y Bulgaria, junto con la resistencia a los intentos de reimponer fronteras, muestra que, a pesar de los desafíos, la idea de una Europa sin fronteras sigue viva.
En este momento, Europa tiene la oportunidad de reafirmar su compromiso con la unidad y con el futuro común. En un mundo cada vez más marcado por el nacionalismo, es fundamental que no olvidemos lo que nos une. La lucha por mantener las fronteras abiertas en Europa no solo es un tema político, sino un desafío cultural y social de vital importancia para el futuro del continente.
Crédito fotográfico: Euronews/ Gareth Fuller/AP