
THE LATIN VOX (26 de julio del 2025).- Por Francisco Javier Valdiviezo Cruz.
La reciente presentación del llamado “Plan de acción en Inteligencia Artificial” del presidente Donald Trump fue, más que una estrategia tecnológica, un espectáculo cuidadosamente diseñado para complacer a los titanes corporativos que hoy dominan el futuro digital del planeta.
La escenografía no dejó lugar a dudas: luces, aplausos, y un escenario adornado por los rostros más influyentes del sector tecnológico. Jensen Huang de Nvidia, Shyam Sankar de Palantir, y ejecutivos de Alphabet, Microsoft y Meta no solo estuvieron presentes, sino que salieron como los grandes triunfadores del evento.
Trump, entre himnos patrióticos y promesas de desregulación, no presentó un plan para proteger a la ciudadanía del avance descontrolado de la IA.
Lo que ofreció fue una carta blanca a las grandes tecnológicas: menos regulación, más facilidades para construir centros de datos y, lo más polémico, restricciones a los enfoques éticos en el desarrollo de algoritmos financiados con fondos públicos.
La orden ejecutiva que exige que los modelos de IA estén “libres de dogmas ideológicos como la diversidad, equidad e inclusión” es una alerta roja. No solo refleja una visión regresiva del papel social de la tecnología, sino que pone en duda el compromiso de EE.UU. con la justicia algorítmica y los derechos civiles.
Silicon Valley ya tiene su presidente
Desde hace tiempo, las grandes tecnológicas han cortejado con generosidad a los líderes políticos. Según el grupo de vigilancia Issue One, solo en lo que va del año 2025, ocho de las mayores compañías tecnológicas han gastado 36 millones de dólares en cabildeo.
Meta lidera la lista, con 86 cabilderos contratados y casi $14 millones invertidos. Nvidia, por su parte, aumentó su gasto en un 388% respecto al año anterior.
Es evidente que esta inversión no ha sido en vano. Trump, que alguna vez se presentó como un azote del “establishment”, se ha convertido ahora en el mejor aliado de ese mismo establishment, solo que reconfigurado en forma de servidores, algoritmos y flujos de datos.
Y mientras los ejecutivos celebran su nuevo pacto con el poder, el ciudadano común permanece fuera de la conversación sobre cómo estas tecnologías transformarán su vida, su trabajo y su privacidad.
¿Dónde queda el interés público?
Mientras la Casa Blanca tejía acuerdos con Silicon Valley, más de 100 organizaciones civiles —incluyendo colectivos laborales, ambientales, académicos y de derechos humanos— firmaron un “Plan Popular para la IA”.
En él, expresan su preocupación ante el hecho de que la política de inteligencia artificial esté siendo moldeada no por las necesidades sociales, sino por los intereses corporativos.
“No podemos permitir que los lobbistas de la gran tecnología redacten las normas sobre la IA y nuestra economía”, escribieron, “a costa de nuestras libertades, el bienestar de los trabajadores y el medio ambiente”.
No es una advertencia exagerada. La IA ya está presente en decisiones de contratación, vigilancia policial, acceso a servicios públicos e incluso sistemas judiciales. Permitir su desarrollo sin controles éticos es una apuesta peligrosa por el lucro a corto plazo sobre el bienestar colectivo a largo plazo.
El espejismo de la “innovación sin trabas”
Trump prometió que su plan convertiría a Estados Unidos en una “potencia exportadora de IA”. Pero en realidad, lo que propone es un modelo de desarrollo sin responsabilidad, en el que innovar significa escalar sin frenos, sin considerar las consecuencias humanas, sociales y ambientales.
Esta lógica ya ha mostrado sus fallas en el pasado: desde la crisis de datos de Cambridge Analytica hasta los algoritmos racistas de reconocimiento facial. Repetirla, ahora con inteligencia artificial a escala global, no es progreso: es negligencia.
¿Hacia dónde vamos?
La IA no tiene por qué ser una amenaza. Puede ser una herramienta transformadora para el bien común.
Pero solo si es desarrollada con transparencia, participación pública y marcos regulatorios sólidos. El “plan de acción” de Trump representa todo lo contrario: un retroceso democrático y un cheque en blanco para quienes ya tienen demasiado poder.
Hoy más que nunca, los ciudadanos, las instituciones y la prensa debemos preguntarnos: ¿Quién escribe las reglas del futuro? Y más importante aún: ¿en nombre de quién?
Crédito fotográfico: Getty Images