
THE LATIN VOX (18 de octubre del 2025).- Por Francisco Javier Valdiviezo Cruz.
La decisión de Donald Trump de conmutar la pena del excongresista George Santos no es solo una muestra de clemencia: es una declaración de poder. En la América de Trump, el perdón ya no redime, sino que recompensa.
El anuncio, hecho con teatralidad en su red Truth Social —“Buena suerte, George, ¡que tengas una gran vida!”—, simboliza la reactivación de una práctica que el presidente ha convertido en seña de identidad: la de usar el poder presidencial de clemencia como instrumento de lealtad política.
El perdón como lealtad
George Santos fue, antes que nada, un aliado. Su trayectoria pública —marcada por mentiras descaradas, fraude financiero y un cinismo casi performativo— culminó en una condena de más de siete años por estafar a donantes y robar identidades. Pero en la lógica del trumpismo, esos pecados se diluyen frente a una virtud superior: la fidelidad.
“Mintió como el demonio”, admitió el propio Trump en una entrevista meses atrás. “Pero era 100% pro-Trump”. Esa frase basta para entender lo que ocurrió esta semana.
El mensaje implícito es claro: en el ecosistema político que Trump ha moldeado, la lealtad personal supera cualquier falta ética. La justicia se convierte en una variable política y la compasión presidencial en moneda de cambio.
De la clemencia a la impunidad
El caso de Santos no es aislado. Desde su regreso a la Casa Blanca en enero, Trump ha reanudado una política de perdones estratégicos que beneficia a sus antiguos aliados —como el excongresista Michael Grimm o el exgobernador John Rowland— mientras su Departamento de Justicia persigue penalmente a opositores, entre ellos su exasesor John Bolton.
El patrón es tan evidente como inquietante: los amigos reciben indulgencia; los críticos, procesos judiciales. Este uso selectivo del perdón presidencial —una prerrogativa constitucional concebida para enmendar excesos de la justicia— ha derivado en una herramienta de control político y disciplinamiento partidista.
Al liberar a Santos, Trump no solo borra un fallo judicial: envía un mensaje al establishment republicano. La lealtad se premia. La desobediencia se castiga.
El mártir de la posverdad
Santos, por su parte, encarna de manera casi caricaturesca la era de la posverdad que Trump ayudó a consolidar.
Mintió sobre su herencia, su educación, su experiencia profesional y hasta sobre tragedias familiares. Fue expulsado del Congreso, despreciado por sus colegas y ridiculizado por la prensa. Pero su figura —una mezcla de escándalo, vanidad y espectáculo— fascinó al ecosistema mediático estadounidense.
Con su salida de prisión, Santos retoma su papel favorito: el del personaje incomprendido que sobrevive gracias a su capacidad de autoparodia. En su primer mensaje tras la liberación, escribió:
“El telón cae, las luces se apagan y los diamantes se guardan. Del Congreso al caos de la televisión, ¡qué viaje!”.
Es una frase que podría haber firmado el propio Trump.
El espejo de un sistema
La conmutación de Santos es, en el fondo, menos sobre él y más sobre el sistema que lo hizo posible. Un sistema político polarizado, donde la impunidad se justifica por afinidad ideológica y el poder ejecutivo se ejerce sin contención moral.
Trump, que fue el primer expresidente estadounidense condenado por delitos graves, se muestra ahora como juez de su propio universo moral: concede clemencia a los leales, ajusticia a los críticos y reescribe la noción misma de legalidad.
El perdón, que alguna vez fue un gesto de misericordia, se ha convertido en un acto de dominación.
Epílogo: la política como espectáculo
En un país donde la frontera entre la política y el espectáculo se ha borrado, Trump y Santos son, en última instancia, personajes del mismo guion. Ambos prosperan en la atención, incluso cuando es hostil; ambos transforman el escándalo en capital político.
Y ambos comprenden que, en la América contemporánea, la verdad pesa menos que la narrativa.
La conmutación de George Santos no rehabilita al político caído: consagra al mentiroso útil. Y en la Casa Blanca de Donald Trump, eso es mérito suficiente.
Crédito fotográfico: Shannon Stapleton | REUTERS